Hay hombrecitos en el recinto amarillo de mi
intimidad, traspasan las paredes de este cuerpo de papel, se sientan en mi desayuno
y se me ponen a fumar en mi cara. El humo es liviano pero molesta igual.
Pienso: si puedo pestañear lo suficiente para correr la marea gris que se
levanta. Pienso: si puedo abrirme camino entre esas rastreras presencias hasta
llegar al silencio perfecto. Pienso: se hace tarde, tienen que irse.
Hay hombrecitos que fuman en mi intimidad;
también se hamacan entre las barbas de dios, predican su palabra, evangelizan
en la ignorancia y… están convencidos de salvar el mundo. “Sólo una idea puede
hacer la revolución” discuten entre ellos y se pelean a ver quién es el que
tiene el objetivo más noble. Son tan políticamente correctos estos hombrecitos
míos que su presencia aburre hasta los límites de la palabra; porque las
palabras son sentencias en sus bocas, son leyes universales, sapos gigantes que
salen de sus bocas como si estuvieran condenados a la eterna repetición de la
misma bestia semántica.
Mientras tanto, yo que solo buscaba estar un
rato a solas conmigo, buscarme entre toda esta colección interminable de
manuscritos escasos, de noches incompletas, de intersticios mobiliarios, estoy
aquí a la deriva de estos pequeños tiranos de poca monta.