martes, 2 de octubre de 2012


Hay hombrecitos en el recinto amarillo de mi intimidad, traspasan las paredes de este cuerpo de papel, se sientan en mi desayuno y se me ponen a fumar en mi cara. El humo es liviano pero molesta igual. Pienso: si puedo pestañear lo suficiente para correr la marea gris que se levanta. Pienso: si puedo abrirme camino entre esas rastreras presencias hasta llegar al silencio perfecto. Pienso: se hace tarde, tienen que irse.

Hay hombrecitos que fuman en mi intimidad; también se hamacan entre las barbas de dios, predican su palabra, evangelizan en la ignorancia y… están convencidos de salvar el mundo. “Sólo una idea puede hacer la revolución” discuten entre ellos y se pelean a ver quién es el que tiene el objetivo más noble. Son tan políticamente correctos estos hombrecitos míos que su presencia aburre hasta los límites de la palabra; porque las palabras son sentencias en sus bocas, son leyes universales, sapos gigantes que salen de sus bocas como si estuvieran condenados a la eterna repetición de la misma bestia semántica.

Mientras tanto, yo que solo buscaba estar un rato a solas conmigo, buscarme entre toda esta colección interminable de manuscritos escasos, de noches incompletas, de intersticios mobiliarios, estoy aquí a la deriva de estos pequeños tiranos de poca monta.