No hay que querer con anestesias porque ese es un querer chiquito, que pasa sin penas ni glorias. Esa es la burguesía del amor, un gremio de farsantes. Amores tímidos no llenan el amor, y en eso no vale andar balbuceando. De qué sirve querer si no es con un poco de espanto, con espasmo, con locura, con ruidos de escapes, con algas, con bosques que crecen verdes para adentro. Querer como prófugos, con abismos, con furia, con mares que rompen olas en la tarde, con fuegos, con mandarinas tirados sobre el cuero del mundo. Hay que querer con aguafuertes tironeando los hilos que atan las nubes en la cueva azul, con ejércitos de locos bombardeando la luna, con fiestas y con los finales de las fiestas. Querer con ciudades que prestan sus bares y sus tangos para que valientes inauguren abrazos y los continúen en callecitas olvidadas. Querer bien querido; y terminar con astillas, con remolinos en los ojos, con púas en los dientes. Terminar en la violenta calma de los domingos un poco melancólicos, un poco huérfanos, casi amputados. Y si llegamos al final llenos de huecos, que haya sido por haber entregado todo lo humano, toda la luz, todos los besos, para insistir otra vez. El querer bien querido se quiere con miedo de extensión inexorable y en plena libertad. Sin remedio, ni garantías, se quiere así. Que sean amores para guiones de cine o que no sean nada.
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