Recibo un mensaje:
hoy cae la primer nevada del otoño en Ushuaia.
Mi temperatura desciende
a un refugio
y un gusto picante
fuerte
alcohólico
aterriza en boca.
Casi no mastico
se me desarma el sabor adentro
y viajo
lejos al frío.
Veo los perros salir a enfriarse el lomo
-perros negros y amarillos-
y trepar senderos de huellas andadas
que van a desembocar en glorias.
Perros para los acantilados
de roncos ladridos de viento.
Le veo los huesos a la ciudad,
como se quita la ropa
con valentía glaciar.
Las líneas de las calles que se cruzan y se mienten.
Identifico los materiales
con los que se levantan los secretos
de las casas que se clavan en la pendiente.
Los ojos de habitantes que quedan detenidos en los patios
viendo caer el mineral en estado sólido.
La ciudad sudando para adentro
para mantenerse viva.
Las embarcaciones
mueven el agua del canal
y asustan las bandurrias.
Otros animales que ni siquiera pueden nombrarse viven allí
cerrando el círculo de la belleza
con un misterio antiguo.
La ciudad se alimenta de historias.
Las provisiones llegan por el agua
y de la misma forma se marchan.
El suelo de Ushuaia
es un el paisaje que respira.
Se deja atravesar por los golpes de un perfume a hierba.
Crece el verde nítido.
Un ruido inconfundible hacen las especies
cuando conversan a los Andes,
y una furia constante
peina los árboles en el costado blando.
La nevada detiene mi sangre.
Será muy espesa en unos meses
y yo tendré, seguramente,
más barro entre los dedos.
Atardecerá con la noche ya estrenada
y será un regalo.
Apoyaré la frente en el vidrio
para mirar nevar todo lo que más puedo:
los perros,
la calle,
los árboles que se confunden en las montañas,
las personas que regresan del trabajo
y se quitan lento las lanas en los portales a dos aguas
y luego inventan un fuego.
Miraré otras ventanas
con gente como yo
queriendo volver.