Escritura & botánica
Escasea la palabra. Húmeda por las lluvias de diciembre germina lento en anotadores sin fertilizar. Sin embargo, crecen del lado de adentro del puño mis alegrías verdes. Lo sé porque oigo latidos de savia en los afluentes del cuerpo. Tengo el trazo en invernadero esperando la época justa. Se trata del oficio del barro, separar los tonos del silencio y resistir la peste, las plagas, las púas. No hay mucho para decir.
Recién ahora me tomo el tiempo para templar renglones, ahora que estoy segura de que soy letras y semillas. Será esta la estación de la poda -desde la garganta hasta el lenguaje- para luego brotar en capullitos a la sombra.
Me la paso ensayando verbos entre la enramada de mis vecinos de todas las especies. Estudio sus raíces, examino sus formas, les invento nombres científicos y vulgares. Aprendo de sus nervaduras tratando de no juzgar el clima que eligen. Aquí el trabajo no es solitario, ya que todos bebemos del mismo aire y celebramos la lluvia. Aquí brindamos por el sol que se levanta para secar el papel. Y por el suelo, que nos tiene sujetos a la vida con nuestros banderines de caligrafía inconclusa. Aquí reímos mucho, hasta que se nos acalambra el tallo.
De paciencia y fotosíntesis está hecha mi hazaña en el jardín. Y de amor, que es el más sabio y feliz sustento. El amor, el único nutriente que tiene la capacidad de la resiliencia; el que mejora la piel y la sintaxis.
Finalmente, los nuevos brotes alfabéticos asomarán por estos mismos ojos para bailar su tropismo luminoso, hasta dar con las flores y los frutos.